Por Andrea Alliaud*
En las últimas décadas la formación de los y las docentes, tanto inicial (FDI) como continua (FDC), adquirió una importancia crucial para la mejora de los sistemas educativos. Se entiende así la proliferación de políticas públicas que hicieron foco en la modificación de los planes de formación, en la organización de las instituciones, así como las que apuntaron a consolidar un sistema de formación permanente.
Nos interesa en este escrito repasar brevemente los sentidos de esas políticas plasmadas, en nuestro país, en dos movimientos reformistas principales, que tuvieron lugar en los años 90 y en los 2000, respectivamente, para desde allí, contar con algunos elementos que nos permitan comprender lo que está sucediendo en el presente.
Vale aclarar, en principio, que si bien no le quitamos protagonismo a la docencia ni a su formación, tampoco podemos otorgarle una responsabilidad exclusiva respecto de lo que sucede en las escuelas. Si lo que está en juego es mejorar la educación, en el sentido de brindar más y mejores oportunidades para los niños, niñas y jóvenes, una política educativa que no atienda en forma simultánea distintos frentes (formación, pero también infraestructura, recursos pedagógicos, contenidos, reorganización institucional, condiciones de trabajo, etc.), corre el riesgo de hacer agua, en tanto evade la complejidad que caracteriza y explica la situación por la que atraviesan los sistemas masivos de enseñanza en distintos momentos históricos. Subiendo aún más la apuesta, podría decirse que las políticas educativas en sí mismas no resultarán suficientes si no van acompañadas de decisiones económicas y sociales acordes.
Hecha esta aclaración, pasemos ahora a repasar lo sucedido en Argentina en los dos períodos de reformas educativas aludidos.
Durante los años noventa las políticas nacionales de formación docente, amparadas por un discurso que articulaba calidad con eficiencia y profesionalización de los educadores, plasmado en la Ley Federal de Educación (1993), se orientaron fundamentalmente a definir los contenidos básicos de la FDI y a acreditar las instituciones formadoras, en el marco de la transferencia abrupta de los institutos superiores a las jurisdicciones. Las desigualdades provinciales, sumadas a la debilidad de los acuerdos federales logrados, produjeron una fuerte fragmentación y desintegración del sistema formador.
Respecto de la FDC, si bien el Estado avanzó en la construcción de una Red Federal para la Formación y Capacitación Docente Continua, los efectos formativos de su implementación resultaron inocuos en tanto proliferaron propuestas bajo el formato de cursos acreditados, mediante los cuales los y las docentes tenían que “perfeccionarse”, “actualizarse”, “reciclarse”, suponiendo que todo lo que habían hecho y aprendido de su quehacer resultaba desechable u obsoleto frente a los desafíos que presentaban los nuevos escenarios escolares. De este modo, el docente fue colocado y se colocó en el lugar del “no saber” y fue ello lo que justificó la necesidad de una “capacitación” compulsiva.
Un rasgo característico de nuestro país y de la región fue la implementación de este tipo de políticas definidas como “modernizadoras”, dentro de un programa de gobierno neoliberal que redujo el gasto público y achicó el Estado. En lo que se refiere específicamente a la docencia, ello se tradujo en la elección profesional por parte de vastos sectores de la población que veían en el sistema educativo una de las únicas oportunidades para el logro de una inserción laboral “segura”, aun cuando las condiciones de trabajo de maestros y profesores se hallaban del todo deterioradas. Se da así una situación paradojal: el discurso de la “profesionalización” y “modernización” convive, en la docencia, con los niveles salariales más bajos y un estancamiento en las oportunidades de promoción.
Debido a la situación existente y a partir de acuerdos federales alcanzados, las políticas de formación docente de los 2000 avanzan con la creación del Instituto Nacional de Formación Docente (INFD), un organismo nacional desconcentrado, cuya función primaria es la de planificar, desarrollar e impulsar políticas de formación docente inicial y continua. Las funciones del INFD se explicitan en la Ley de Educación Nacional (2006) del modo siguiente: fortalecer las relaciones entre el sistema formador y el sistema educativo; aplicar las regulaciones que demande la organización del sistema; promover lineamientos curriculares básicos para la formación docente inicial y continua; impulsar y desarrollar acciones de investigación y desarrollo curricular; coordinar acciones de seguimiento y evaluación de las políticas e impulsar acciones de cooperación técnica interinstitucionales e internacionales (Art. 76).
Desde los comienzos del INFD se planteó la necesidad de definir lineamientos estructurales, institucionales y pedagógicos que, acordados y comprometidos federalmente, se encaminen hacia la configuración de un sistema formador integrado, con una institucionalidad específica, superador de la atomización que lo había caracterizado. Además de garantizar la base “nacional” del sistema, se extendió a cuatro años la duración de todas las carreras docentes.
Alliaud: “Se da así una situación paradojal: el discurso de la “profesionalización” y “modernización” convive, en la docencia, con los niveles salariales más bajos y un estancamiento en las oportunidades de promoción”
Finalmente, las políticas avanzaron en la definición de otros aspectos pendientes en nuestro país, referidos al trabajo docente. Entre ellos se pueden destacar: la enunciación conjunta del mantenimiento de la estabilidad laboral y el acceso a los cargos por concursos de antecedentes y oposición, la definición de la carrera docente que admite al menos dos opciones (desempeño en el aula y desempeño de la función directiva y de supervisión), y la formación continua como una de las dimensiones básicas para el ascenso. Por su parte, la Ley de Financiamiento Educativo (2005) estableció las pautas que aseguran un incremento progresivo en la inversión educativa y también garantizan un piso salarial común, que sirve de base para acordar los sueldos docentes en las distintas provincias.
El marco político vigente en la primera década de los años 2000 plantea metas y aspiraciones, desafíos importantes, a la vez que crea garantías, legitima realidades y genera condiciones de posibilidad. Las líneas de acción que se llevaron a cabo en materia de formación y desarrollo profesional docente, contaron con un órgano rector de las políticas de Estado, que avanzó sostenidamente en la direccionalidad establecida, a través de acuerdos “vinculantes”, que se fueron alcanzando con las distintas provincias y con representantes de universidades, gremios y otros actores relevantes de la esfera educativa.
Tanto las políticas nacionales de FDI como las de FDC se focalizaron en la mejora de las escuelas bajo un discurso en el que la calidad educativa convive con la justicia social: “La formación docente tiene la finalidad de preparar profesionales capaces de enseñar, generar y transmitir los conocimientos y valores necesarios para la formación integral de las personas, el desarrollo nacional y la construcción de una sociedad más justa” (Ley de Educación Nacional, Art. 71. 2006).
Desde el ámbito de la FDI se han definido los Lineamientos Curriculares Nacionales para la Formación Docente Inicial y se han regulado las condiciones institucionales para su desarrollo, a partir de los cuales las distintas jurisdicciones definieron sus planes de estudio. La puesta en marcha de mecanismos de evaluación del desarrollo curricular completó este proceso. En el caso de la FDC, se ha avanzado en la implementación de un Programa Nacional de Formación Permanente (PNFP), de carácter universal, superador de la dispersión y fragmentación de la oferta existente, que apostó a vincularse con la carrera docente, la evaluación institucional y el fortalecimiento de las escuelas. Teniendo como base para su desarrollo los establecimientos educativos, el Programa reconoce la formación como parte constitutiva del trabajo docente, a la vez que pone en valor a las instituciones y a los sujetos que en ellas se desempeñan, en tanto productores de saberes pedagógicos necesarios para producir mejoras en la enseñanza. Asimismo, numerosos postítulos virtuales, como modalidades formativas de mayor duración, focalizadas y especializadas, completaron una oferta de formación continua que se destinó a todos los y las docentes del sistema educativo. El PNFP se inscribe, de este modo, en un proyecto educativo nacional que asumió la ampliación de derechos (a la educación y a la formación, en este caso) como núcleo rector de las políticas públicas.
Temas vinculados con la planificación de la oferta formativa y una mayor articulación de estas instancias con la carrera profesional; la producción de saberes sobre la enseñanza y una pedagogía específica para la formación; la articulación con las universidades en tanto instituciones que también forman docentes y producen conocimientos sistemáticos; los procesos de seguimiento y evaluación permanentes; la definición de marcos normativos específicos que regulen la educación superior en su conjunto, son aspectos sobre los que se ha avanzado, pero que aún requieren una atención especial.
Una nueva ola de reformas educativas parece estar avanzando sobre nuestro país, a partir del último cambio de gobierno iniciado a finales de 2015. Más que volver sobre los temas pendientes o profundizar en los numerosos logros existentes en materia de política educativa, la ola reformista (en consonancia con lo que ocurre en otras áreas de gobierno) se ha convertido en un tsunami que arrasa con todo lo existente, dando lugar a que los problemas que creímos superados salgan a flote.
El desmantelamiento, la interrupción o la restricción del universalismo de los programas educativos, de sus responsables y referentes, así como el corrimiento del Estado de su papel rector e impulsor de las políticas nacionales, no pueden sino afectar la educación, la mejora de las escuelas y con ella la justicia social y los derechos de todos los ciudadanos y ciudadanas. La desautorización de los docentes plasmada en el incumplimiento de las leyes nacionales vigentes, en el empeoramiento de las condiciones laborales y, por si esto fuera poco, la represión desatada hacia quienes somos responsables de la educación sistemática de las futuras generaciones, pone en riesgo no solo a un sector de la población o un área específica de gobierno, sino a un país entero. ¿Volvemos a los 90?
*Doctora en Educación (UBA). Docenteinvestigadora de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Autora del libro: Los artesanos de la enseñanza. Acerca de la formación de maestros con oficio (2017), editado por Paidós.
El texto original puede consultarse en Revista Educar
@AAUNAHUR
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