Charlie Di Palma, estudiante del Profesorado Universitario de Letras de la Universidad Nacional de Hurlingham (UNAHUR), reflexiona sobre el delicado equilibrio que requiere ejercer la docencia al tiempo que se cursan estudios superiores.

Mientras ingresábamos con el grupo de profes asignadxs y lxs estudiantes por el portón de Origone B, hubo una pregunta que, desde diferentes tonalidades de voces, reincidió unas tres o cuatro veces en todo el trayecto que iba desde el inicio del playón hasta la puerta de la biblioteca. “Profe, ¿cuál es su aula?”. Al estar completamente distraídxs en la aventura de ser adolescentes y de estar pisando una Universidad, ni siquiera se habían percatado de que ya otrx compañerx suyx había realizado la misma pregunta treinta segundos antes, y así sucesivamente. Era la primera vez que el curso de segundo año de “La Juana” –EES N° 19– donde trabajo como docente provisional de Prácticas del lenguaje entraba a la UNAHUR, la Universidad del barrio. Esa pregunta no sólo reincidió esa tarde, sino qué se extendió durante un tiempo en mi cabeza.

Hace más de un año que trabajo en esa misma escuela: primero entré como suplente, casi todo el ciclo lectivo 2018. Una vez finalizadas las vacaciones de verano –momento en que renunció la titular del cargo–, volví al acto público a buscar esos mismos módulos en ese mismo espacio. Vaya una a saber por qué. Me los arrebataron en la cara, a sólo un pasó de tomarlos. A la semana estaban de vuelta colgados en la cartelera. Me enteré y regresé por ellos: alguien los había “devuelto”. Cuando llegué a la escuela, me contaron que la profe qué había ingresado no se había sentido cómoda. De vuelta en la institución con mi designación en la mano, me crucé a los pibxs que habían pasado a tercero. Me saludaron tan afectuosamente que contrariaron por completo mis presupuestos: creí que muchxs quizá se habían cansado de los límites que les había puesto, o de mi insistencia en enseñarles contenidos de la materia mientras ellxs querían tener hora libre, charlar o jugar con el celular. Hay cosas que decantan con el tiempo, pensé. Una de esas chicas se me acercó y me dijo que le había gustado mucho Poe; me entusiasmé y le regalé una colección completa de sus cuentos que había llegado hacía poco a mis manos y tenía de más. “Nunca sobran los libros, y nunca sabés a quién podés llegar”, pensé mientras buscaba en mi biblioteca.

En eso, sorteaba los desafíos que el nuevo grupo me presentaba, en permanente articulación con los docentes de las demás áreas y el armado de un proyecto dentro del curso de la escuela promotora (una de las tres que hay en el distrito), el cual decidimos qué tendría que ver con la identidad y las biografías. Me entusiasmé, pero también pensé cómo lo encararía. Sin dudas estaba la ESI, pero las dudas me coreaban desde adentro. Aún, la inseguridad me atrapa en ciertos intersticios de la práctica.

Derribando los mitos, la burocracia que enloquece a cualquier novatx en el área, fui adentrándome en la tarea de educar a este grupo numeroso de pibxs que se me presentaba, con el acompañamiento y la paciencia permanente de las preceptoras, el equipo directivo y mis colegas de distintas áreas. No es fácil. ¿Por qué? Porque también soy estudiante, con la mitad de la carrera de Letras encima. No es ni poco ni mucho, pero me “falta” bastante. Aun así, sigo eligiendo estar en el aula. Viva, intensa, conviviendo en esos espacios del compartir; frustrarme de no entender, de calcular, de deconstruir, de planificar –y de desplanificar–, de acompañar, de crecer. De aprender, entonces, de enfrentarme conmigo misma, con mis trabas, con el fantasmeo que nos ocupa la cabeza mientras leemos autorxs tan geniales, aquellxs que creemos imposible de igualar, tanto en la teoría como en la praxis cotidiana. Casi como esa primera mañana que trabajé como docente, en la que pensé –derrumbada de agotamiento en el pallette del patio de mi casa, mientras enviaba whatsapp a varixs amigxs casi de forma confesional “no es lo mío, soy un desastre, me fue re mal”–. Pero surgía una notable contradicción: no quería seguir trabajando de vendedora, pero la frustración que me brotaba era inevitable. Hacía un año qué venía planeando ejercer la docencia –junto a dos compañeras de la carrera fuimos las primeras ingresantes de la UNAHUR en llevarlo a cabo–, sorteando todo tipo de papeles, firmas, legalizaciones, documentación y demás etcéteras en el laberinto de convertirse en profe. No fue un camino fácil, y la alegría de tomar mis primeras horas en la vida parecía tambalearse en ese instante amargo. Por suerte duró poco: el apoyo de mis compañerxs, mis docentes y demás integrantes de la vida universitaria logró qué tuviese la valentía de meterle para adelante. La suplencia duraba todo el ciclo lectivo, por lo cual, fue un proceso de desaprender inmenso. Justo se dio al mismo tiempo, casi, de empezar con el cargo de alumna asistente en la materia Pensamiento Pedagógico Latinoamericano, por lo cual, las preguntas críticas qué me surgían –y cuando no, las crisis e intentos de sucumbir ante todo– eran atendidas y respondidas (sin que ellxs lo supieran) por los compañerxs de la cursada y por las dinámicas qué allí iban surgiendo, en un ida y vuelta casi cósmico. Raúl Egitto y Luis Díaz fueron mis grandes pilares en este tránsito. No era ni alumna, ni maestra; era ambas. En la escuela también. Ese rol de pertenecer a todos lados al mismo tiempo, pero en plena transición, transformación. Acaso, ¿la vida no es eso? Si derribáramos la meritocracia como eje transversal de nuestros proyectos, quizá nos encontraríamos con la mejor versión de nosotrxs mismos, y tendríamos más maestrxs vivxs, como pedía José Martí.

Una mañana de este año, la dire me comentó que iban con segundo año a la UNAHUR. Preguntó si quería sumarme a la salida en aquel espacio que nuclea con vital importancia distintos aspectos de mi entorno. Ese que hoy transito en búsqueda de mi formación y de conocerme a través de la carrera, sin el cual no estaría dando clases hoy. Me pareció interesante que ellxs vieran de dónde proviene gran parte de mi identidad del ahora: ser universitaria, con todo su simbolismo necesario en un espacio nuevo con una propuesta diferente a las representaciones mentales y sociales que los jóvenes suelen tener de la Universidad. Pensaba en todo eso que cabe en la UNAHUR: en los talleres, en la colectiva feminista, en lxs alumnxs asistentes, en el acercamiento a lxs profes, en los proyectos de investigación, en los ciclos, en las muestras pedagógicas y más, que se construyen de forma horizontal junto a docentes, no docentes y la comunidad. Por supuesto, ellxs, con sus 12, 13 y 14 años, estaban pensando otras cosas, y está bien.

A mitad de año, en el marco del proyecto de escuela promotora en el que se encuentra la EES N° 19, tuvimos la gestión de la visita del equipo ESI de la UNAHUR. Otra vez mis mundos se cruzaban. Las integrantes del equipo nos asesoraron y acompañaron con la información y materiales necesarios para poder profundizar la ESI en la escuela y repensar nuestras prácticas. El año que viene, se prepara un proyecto hermoso que tiene que ver con la identidad de la escuela y lxs estudiantes, en diálogo y articulación constante con la UNAHUR para desarrollar otro tipo de escuela, donde los docentes podamos acompañar a lxs pibxs en sus trayectorias personales de manera más cercana, problematizar y cuestionar ciertas actitudes, prácticas, escenas, y encausarlas en el poder de lo colectivo. Estamos entusiasmadxs. Lo digo, de un lado, y del otro. Del cruce de ambos.

El dato curioso de toda esta reflexión, quizá, sea que mientras caminábamos en patota hacia el planetario móvil, caí en que era estudiante, al igual que ellxs, al igual qué muchxs de mis colegas de carrera que ingresaron en la docencia este año, quienes nos fuimos acompañando en el trayecto y en descifrar los enigmas de este mundo docente.

“Mi aula son todas”, contesté luego de escuchar tantas veces la misma pregunta: “Profe, ¿cuál es tu aula?”. La mirada perpleja de lxs pibxs frente a mi respuesta un tanto filosófica me hizo repensar la respuesta, ser un poco más dinámica y señalarles con el dedo cuáles eran los edificios donde cursaba este cuatrimestre, explicarles cómo funciona, contarles que el horario se elige, y demás datos que a ellxs les parecieron curiosos y hasta sorprendentes. A veces nos olvidamos que fuimos –y somos– ignorantes de ciertas cosas que hoy nos pasan por obvias. Ahí, ahí mismo es donde siempre recuerdo que estamos aprendiendo siempre, siendo mundo, como señalaba nuestro querido maestro Paulo Freire, y que el acto de apre(h)ender/educar es una tarea inacabada, con mucho, mucho amor.

[*] Por Charlie Di Palma, estudiante del Profesorado Universitario de Letras de la UNAHUR